La redacción de Italian Art Journal fue la primera en informar sobre que obra de la artista española Soledad Burgaleta. Una vida en la mirada, la colección más famosa y significativa de su treyectoria, llegó a las salas del histórico Palazzo Fruscione de Salerno. El evento fue especial: la 6ª edición de la Bienal de Arte Contemporáneo de Salerno, también conocida por sus siglas BACS. Numerosos artistas y aún más obras compitieron en una exposición de dos semanas que puso en el centro de la atención el conflicto (?) entre la Inteligencia Artística y la Inteligencia Artificial. “IA vs IA”, un título que recordaba aquel famoso “Kramer vs. Kramer”, historia de una crisis, de un divorcio y de los dolores de una pareja cualquiera. Y también aquí, la pareja quizá estalla: ¿cómo se concilia la inteligencia artística con la inteligencia artificial? ¿Y de qué hablamos exactamente? ¿Es la cuestión más reciente de todas o es, en realidad, una de esas preguntas que se remontan a las primeras disquisiciones sobre la técnica? Tal vez, inconscientemente, esta pregunta –más enraizada en el pasado pero que sigue siendo investigada en el presente– encuentre su respuesta sintetizada en la obra de Soledad, ganadora del premio Annarita Gorga, el principal reconocimiento de la BACS y dedicado a la memoria de la añorada hermana del curador de la Bienal, Giuseppe Gorga.

Explorar el alma, capturar la esencia y reproducirla: para Soledad Burgaleta no existe un “vs”, sino un proceso sintético
He querido precisar en este párrafo introductorio esta posible confusión sobre el hilo temático de la BACS, que ha acusado la ausencia de un Virgilio (como lo fue Luis Gramet en ediciones pasadas) para ver ese fil rouge que unía las obras de los cuatro pisos del Palazzo Fruscione. Al final, sin embargo, la propia ceremonia de premiación aclaró las eventuales dudas de la primera semana de exposición: quien ganó y mejor representó el concepto de esta edición fue Soledad.
Mientras muchos artistas presentes en la muestra habían interpretado el tema como una dicotomía, como una contraposición nítida entre dos mundos destinados a chocar —lo humano contra lo tecnológico, el sentimiento irracional, dionisíaco, contra el algoritmo fríamente apolíneo—, Soledad ofreció una respuesta completamente distinta. Sus viejitos, sus ancianos pintados sobre páginas de novelas rosas de comienzos del siglo XX, encarnan una síntesis que disuelve la oposición desde la raíz. Porque Soledad primero ve y luego fotografía, habla, escucha, entra en relación. Absorbe historias, rostros, expresiones, emociones. Elabora, sedimenta, metaboliza. Y finalmente devuelve, a través del pincel y del color, una interpretación que nunca es una reproducción fotográfica, sino una transfiguración emotiva de todo el proceso, que es creativo, sí, técnico también, pero antes que nada profundamente humano. Es, de hecho, un procedimiento que tiene algo de orgánico, casi biológico: la artista absorbe información de lo real, la procesa a través de su propia sensibilidad y la devuelve transformada. Input, elaboración, output: solo que aquí la elaboración no pasa por neuronas artificiales y algoritmos matemáticos, sino por la carne viva de la experiencia humana, a través del filtro insustituible de la empatía.

La inteligencia emocional contra (¿o con?) la inteligencia de la máquina
Los retratos expuestos en Palazzo Fruscione —esas caras marcadas por el tiempo, esas miradas cargadas de vida que emergen de las páginas— se presentaban como un desafío silencioso pero potentísimo a cualquier concepción puramente tecnicista de la inteligencia. Sí, porque si es cierto que una inteligencia artificial puede hoy generar imágenes de rostros fotorrealistas, puede incluso “inventar” arrugas y cabellos blancos convincentes, lo que no puede hacer (¿todavía? ¿nunca? Otra pregunta que hacerse con una copa de vino delante) es capturar esa cualidad particular de presencia que emana de los retratos de Soledad.
En sus ancianos hay algo que escapa a la replicabilidad algorítmica: está el peso específico del encuentro real, de la relación auténtica, de la historia compartida aun solo por unos minutos. Está la memoria de una mirada que se posó sobre esos ojos y que fue correspondida por esos mismos ojos. Hay, en otras palabras, esa dimensión de reciprocidad que caracteriza toda verdadera relación entre seres humanos y que ninguna máquina, por muy sofisticada que sea, puede sustituir o simular por completo.

“Creo que la adaptación no pasa por competir con la máquina, sino por recordarle su origen: el alma humana”, explica Soledad cuando se le pregunta cómo está afrontando la artista los grandes cambios de esta época. “En mi caso, la inteligencia artificial puede ayudarme a explorar nuevas formas de composición o color, pero nunca podrá capturar el estremecimiento que produce una mirada real. Una vida en la mirada es precisamente esto: un acto de resistencia frente a la frialdad tecnológica. Mientras la IA replica, el artista interpreta; mientras calcula, nosotros sentimos. El arte, en esta época, debe mantener encendida la chispa de aquello que es insustituiblemente humano.”
Esto no significa negar las potencialidades de la inteligencia artificial en el ámbito artístico. SSignifica más bien reconocer que existen formas de creación que hunden sus raíces en algo más profundo e intraducible. La obra de Soledad nace de una herida – lo hemos comentado en nuestro enfoque sobre su historiae – y se dirige a otras heridas: las de la marginalidad, de la vejez olvidada, de la invisibilidad social. Es un arte que nace del dolor y se convierte en un instrumento de compasión, en el sentido etimológico de “padecer con”.
El reconocimiento: cuando el arte encuentra su marco adecuado
Cuando se le pregunta qué significa para ella este premio, Soledad responde con palabras que revelan mucho sobre su concepción del arte: «Recibir el premio Annarita Gorga es un reconocimiento a mi trabajo, a mi técnica, pero es sobre todo una confirmación de que mirar con empatía todavía tiene valor en un mundo que se acelera y se distrae. Una vida en la mirada nació del deseo de rescatar la dignidad de quienes parecen invisibles: las personas mayores que habitan nuestras calles, los rostros que el tiempo ha marcado con la memoria de toda una vida. . Este reconocimiento honra no solo mi trabajo, sino a cada una de esas personas que, al prestarme su mirada, me enseñaron a ver más allá de la superficie. El premio, por tanto, no es un trofeo: es un recordatorio de que el arte puede seguir siendo un acto de humanidad.”

La victoria del premio Annarita Gorga fue la afirmación de una concepción del arte que no renuncia a la dimensión relacional, ética, profundamente humana del acto creativo. En un contexto expositivo que interrogaba la relación —conflictiva o sinérgica— entre inteligencia artística e inteligencia artificial, los retratos de Soledad ofrecieron una respuesta elocuente: la inteligencia artística no es solo habilidad técnica ni capacidad de reproducir la realidad (a pesar del hiperrealismo de sus retratos), sino sobre todo la capacidad de entrar en resonancia con el otro, de convertirse en un médium entre lo invisible y lo visible, de traducir en forma aquello que de otro modo permanecería mudo e inaccesible.
Giuseppe Gorga, curador de la BACS y hermano de Annarita, a quien está dedicado el premio, captó perfectamente esta dimensión. Al premiar a Soledad, reconoció a una artista que no se limita a pintar rostros, sino que a través de esos rostros cuenta historias de resiliencia, de dignidad, de vidas que merecen ser vistas y celebradas. Una artista que no convierte el arte en un ejercicio autorreferencial o puramente formal, sino en un instrumento de transformación de la mirada colectiva.
Observar como gesto revolucionario y el detenerse como resistencia
En una época en la que la verdad misma parece haberse vuelto negociable, en la que los deepfakes y las manipulaciones digitales hacen cada vez más difícil distinguir lo real de lo construido, la invitación de Soledad a observar adquiere un valor aún más urgente. “Observar es un gesto revolucionario“, aafirma con convicción. “En tiempos en los que todo se distorsiona, donde la verdad se disfraza y la imagen se manipula, detenerse a mirar al otro se convierte en un acto de autenticidad. Una vida en la mirada propone precisamente esto: volver a mirar con atención, sin filtros, sin algoritmos ni prompt, sin la velocidad a la que estamos malacostumbrados hoy en día. Detenerse, hoy, es una forma de resistencia ética y estética. Es decirle al mundo que todavía creemos en la verdad que habita en los ojos de las personas reales.”
Sus retratos son, en este sentido, una escuela de observación. Nos enseñan a detenernos, a no dejar que las imágenes se deslicen como ocurre cotidianamente en nuestras pantallas. Nos obligan a demorarnos, a interrogar, a dejarnos interpelar por esas miradas.

Quando el arte vence, eligiendo lo humano
La victoria de Soledad Burgaleta en la sexta edición de la BACS tiene un valor que desborda los límites de la propia bienal o del premio en sí. Es la afirmación, en un momento histórico dominado por el entusiasmo y la angustia hacia la inteligencia artificial y sus aplicaciones artísticas, de que existe una dimensión del hacer artístico que permanece irreductiblemente humana. Una dimensión que tiene que ver con el encuentro, con la relación, con la capacidad de dejarse conmover por el otro y de transformar esa emoción en forma expresiva.
I viejitos di Soledad conquistaron Salerno no porque fueran técnicamente perfectos o innovadores en el lenguaje (o al menos, no solo por eso), sino porque son auténticos, porque portan una verdad humana que ningún algoritmo puede replicar. Y la inteligencia humana despierta: es ella la que vence, junto con el arte y gracias a él.
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